jueves, 4 de abril de 2013

De Bruselas a París pasando por Waterloo: tras los pasos del General Álava, por Ildefonso Arenas



El 15 de junio de 2015 se cumplirán 200 años del inicio de una carrera que llevó a un gran ejército británico, el llamado Army of the Low Countries (donde un tercio de sus efectivos eran holandeses y otro tercio alemanes), desde Bruselas a París en exactamente veinte días. A su frente se hallaba el más glorioso militar británico de todos los tiempos, el Duque de Wellington, y en su estado mayor figuraba un Teniente General de los Reales Ejércitos, Don Miguel-Ricardo de Álava y Esquivel, al cual acompañaba su ayudante de campo, el capitán Nicolás de Miniussir i Giorgeta. El General Álava era el comisionado (agregado sería un término más español) del Rey de España, Fernando VII de Borbón, pero en realidad, y en la sombra, era el Padre José del Duque de Wellington, el mejor de sus amigos. Una relación que a las cinco de la tarde del domingo 18 de junio, en plena batalla de Mont-Saint-Jean (la que gracias al exquisito sentido del marketing del Duque de Wellington hoy llamamos Waterloo), el momento en el que el número dos del ejército de Wellington caía herido de muerte (Sir William de Lancey, Deputy Quartermaster General), cristalizó por parte del General Álava en la asunción de las funciones de número dos, en las cuales no cesaría hasta la llegada a París del Army of the Low Countries, momento en el que abandonó la casaca roja de un Leutenant-General inglés para vestir la mucho más elegante de un Embajador Español en la corte del recién reentronizado Louis XVIII de Bourbon, Rey de Francia.

En esta carrera competían tres ejércitos: el del Duque de Wellington, el prusiano del Príncipe Blücher zu Wahlstatt y un desperdigado ejército francés (avanzaba en varias columnas, si se les pudiera llamar columnas) nominalmente al mando del Maréchal Grouchy. El último quería llegar a París antes que los otros dos, para evitar que la saquearan, mientras el inglés quería llegar antes que el prusiano, para imponer a Louis XVIII en el trono de Francia sin que nadie pusiera pegas, y de paso impedir que París fuese arrasada por unos prusianos que llevaban nueve años tragando una quina muy amarga. Vencieron los prusianos, pero esa es otra historia. De lo que trata este trabajo es de que aquella carrera (y antes la campaña militar que dio lugar a que todos echaran a correr rumbo a París) discurrió por unos paisajes urbanos y naturales ciertamente interesantes. El objeto de este pequeño relato es dároslos a conocer (si es que no los habéis visitado alguna vez), por si al socaire de los festejos históricos que ocuparán buena parte de la primavera y el verano de 2015 se os ocurre que podrían justificar dos entretenidas semanas de vacaciones.

La gran batalla de Waterloo, y todo lo relacionado con la campaña de la cual fue centro de gravedad, de siempre ha suscitado la curiosidad histórica del lector culto español, aunque sin pasar de ahí, por ser evidente, o eso nos decían los textos de casi todas las épocas, que fue un asunto entre franceses, ingleses (y sus aliados holandeses y alemanes) y prusianos. Era natural que, al no haber españoles, nuestra curiosidad fuera un tanto limitada, por no decir indiferente. Sin embargo sí que hubo guerreros españoles, al menos dos (Álava y Miniussir), y su participación debió ser lo suficientemente significativa como para que, a pesar de su en verdad reducido número, la indemnización de guerra que correspondió al Reino de España (12,5 millones de francos de la época) fue un 50% superior a la que obtuvieron los reinos de Baden y Württemberg, que habían aportado cuarenta mil hombres entre los dos. Quizá la constatación de estos fríos datos valga para incentivar vuestra curiosidad e impulsaros a dar una larga vuelta, de unos quince días, por los diferentes escenarios de aquella trepidante carrera por París.


El viaje comienza en Bruselas. Todos los días Ryanair opera la ruta Madrid/Barcelona - Bruselas Sur (en realidad es Charleroi, a unos 60 km); si se eligen bien los días, y si una ventaja disfrutamos nosotros es que podemos elegirlos muy bien, ir y volver sale por unos €60. Los coches de alquiler son baratos en Bélgica, aunque cuidado al elegir, porque es necesario que acepten dejar el coche (lo que en la jerga se llama 'drop') en un aeropuerto de París. Las grandes lo aceptan, de modo que ya tenemos coche. Los hoteles en Bruselas pueden ser carísimos o muy baratos, dependiendo de la temporada y del día. En fin de semana y julio/agosto se pueden conseguir precios excelentes en hoteles muy buenos (entre €60-70 la noche en un Sheraton 4*, que viene a ser la mitad de lo que a un pareja española le cobrarían por un 2* en la Costa Brava, por dar una idea), de modo que, si os planificáis bien -sin moveros de casa; todo por Internet- tenéis resuelto lo principal.

Bruselas es un destino turístico bastante común, y además es una ciudad a la fuerza interesante para el forastero, pues al residir ahí cantidad de organismos paneuropeos bien que se ha ocupado de ofrecer un conjunto de atractivos al que cuesta mucho resistirse. Aún así, el objeto de este recorrido no es reemplazar una guía de Bruselas, sino hablar de lo que puede guardar alguna relación con el todavía no anunciado (aunque se presume colosal) programa de festejos para el año 2015. El que sí está anunciado es el de 2014, pues en ese año se cumplirán cien de la invasión alemana de 1914, pero no guarda relación con el de uno después.

Todo en Bruselas gira en derredor de la Grand Place, y con razón. Cuesta encontrar en todo el mundo un conjunto arquitectónico más agradable, más equilibrado y mejor conservado. Lo presiden el Ayuntamiento y el palacio de los Duques de Brabante, aunque ninguna de las casas que la forman tiene desperdicio. Ni que decir tiene que ahí es por donde hay que comenzar. En 2015 no perdería muchas apuestas si cada noche de verano no amenizara la velada un escuadrón de gaiteros escoceses, disfrazados de Household Guards. De hecho ya lo hacen, aunque aún falte bastante para el bendito 18 de junio de 2015.


Grand Place - Ayuntamiento


El edificio de más a la derecha es la famosísima taberna 'Le Roi d'Espagne', donde al General Álava tanto le gustaba desayunar

Gran Place - Algunas mañanas es un delicioso mercado de flores


La iluminación nocturna es espectacular






De vez en cuando montan un show de luz y sonido, con multitud de colores (este es el que más nos gustó)

Catedral de San Miguel y Santa Gúdula
Santa Gúdula; era la patrona de Bruselas, pero en los últimos tiempos
se sospecha que nunca hubo una Santa Gúdula
Warandepark o Royal Parc; es a los bruselenses lo que la Grand Place a sus guiris; viéndolo tan pacífico cuesta imaginar ahí formada a la V División británica, la de
Sir Thomas Picton, al amanecer del 16 de junio de 1815, cantando cancioncillas guerreras pero nostálgicas, al compás de las gaitas, los pífanos y los tambores
Galería Nacional; su colección es muy valiosa; el edificio fue un regalo de la ciudad al Prins Willem van Oranje, por su heroismo en Waterloo
No he colgado cuadros, por falta material de espacio, salvo este; es que desde pequeñito he sido
un absoluto apasionado de Mademoiselle Charlotte Corday
La Bolsa; la Rue de l'Empereur, donde vivía el General Álava, está justo detrás

Iglesia de Santa Catalina; fue una de las requisadas por Álava para servir como hospitales de emergencia tras Waterloo

Rue de la Montagne du Parc con Rue Royal: residencia y cuartel general del Duque de Wellington; lo estaban poniendo en facha para los eventos de 2015

Palacio de Laeken; Napoleón lo decoró a su gusto, aunque apenas lo pudo disfrutar

Una escena callejera normal; Bruselas es una ciudad mucho más animada de lo que podría pensarse
No tiene nada que ver con 1815, pero no se lo puede uno perder; la ciudad nueva, la construida a la sombra de la UE, es tan hermosa como espectacular

Sigo sin comprender que sea el símbolo de la ciudad

Este debería ser el auténtico símbolo de la ciudad

Esto es el famosísimo Atomium; está en un parque, muy a las afueras.
Los domingos se llena de emigrantes musulmanes zampando sobre la hierba.
La Galería Old England es el punto de entrada a un sin fin de librerías y chocolaterías, y además de esto de aquí abajo



Es la calle de los restaurantes al aire libre; son muy para guiris y sin duda te clavan,
pero nada es más agradable en Bruselas que cenar al aire libre.


Miguel de Álava llegó a Bruselas en calidad de Embajador ante el inminente Rey Willem, primero del a punto de nacer Reino Unido de los Países Bajos, el cual cubriría, más o menos, el actual Benelux. España tenía embajada en La Haya, pero dado que el gobierno residiría en Bruselas prefirió instalarse ahí, en una casa alquilada. Poco después, al regresar Napoleón de Elba, el rey Louis XVIII de Francia se exilió en Gante, a unos 50 km de Bruselas. El Secretario de Estado y del Despacho, Pedro Cevallos, encargó a Álava que actuara como embajador interino ante el rey exiliado, así como de agregado (comisionado) en el ejército del Duque de Wellington. A lo primero se debió que una vez a la semana, o así, se dejara caer por Gante para entretener a un rey Bourbon francés que se aburría inmensamente. Se conoce que la Gante de hace dos siglos no era como la de hoy, pues en ésta cuesta imaginar que nadie se pueda aburrir; al menos, en verano.

Gante estaba en fiestas, y además del tipo más ruidoso; supongo que se nota







La ciclista de la izquierda era una turista noruega que había salido de Bergen con ánimo de llegar a Santiago y ver qué tal era eso (lo sé porque luego nos preguntó
a nosotros). Aparentaba unos 20, era una monada y en absoluto parecía temerosa o preocupada; llevaba todo su mundo en el bolso-saco y en la mochila, y le bastaba.
No las había así cuando nosotros teníamos 20, ¿verdad? (o no las había en España)




Brujas está moderadamente cerca de Gante y de Bruselas. Siendo notorio que es una ciudad bellísima, y que hace dos siglos ya lo era, estoy muy convencido de que Miguel de Álava se daría por allí al menos una vuelta, probablemente acompañado del Duque de Wellington. Tanto si esto fue cierto como si no, lo que de ningún modo podéis permitiros es ir a Bruselas y a Gante sin hacer eso mismo, dar una vuelta de al menos unas horas por esa especie de Venecia de Flandes. Si a nuestra edad nunca se ha estado en Brujas no se tiene verdadero derecho a decir que se es europeo.



El centro de la ciudad es una sucesión de canales; si vais en coche lo mejor es dejarlo en algún parking de la entrada, porque si bien se puede aparcar, en verano es como difícil 

Este hotel es muy agradable, y no es desmesuradamente caro

Es un parque algo separado del centro (de ir en coche, vaya). Si Brujas es preciosa, los alrededores son de cuento.

Torre del Ayuntamiento Viejo; preside la gran plaza del mercado (me parece que se llama así)

Lo malo del turismo veraniego es que si no te pillan las fiestas lo hacen las obras. Este escenario para cafres nos destrozó la foto, mala suerte




Observad una especie de aparejo a continuación del caballo. A diferencia de lo que se acostumbra en los países poco civilizados, aquí la
tracción semoviente no marcha a escape libre; así están las calles: impolutas; tirar aquí un papel debe tener pena de muerte.

Me parece que es el Ayuntamiento nuevo; sea lo que sea es una preciosidad 

Brujas está llena de rincones, a cual más ensoñador; es una ciudad para pateársela, pero también para recorrerte los canales en un bateaux

La Plaza del Mercado es grande que te... asombras

En el Benelux la gente nace con una bicicleta entre las piernas

Otro rincón divino

El interior del Ayuntamiento Viejo es para no perdérselo; creí entender que buena parte era obra de artesanos y orfebres españoles


La batalla que hoy llamamos 'de Waterloo' tuvo lugar el domingo 18 de junio de 1815. No sucedió en el pueblo de Waterloo (unos 20 km al sur de Bruselas, por la carretera de Charleroi), sino dos km más allá, en una planicie conocida por 'plateau de Mont-Saint-Jean'. Era, y lo sigue siendo, una superficie ovalada de unos cuatro km de anchura máxima y tres de profundidad también máxima. El ejército de Wellington, que había dejado Bruselas al amanecer del viernes 16 y había luchado una batalla de cierta consideración ese mismo día (la llamada 'de Les Quatre Bras'), había retrocedido hacia Bruselas para ocupar posiciones en el borde septentrional del plateau. Allí se hizo fuerte, y se puso a la espera de lo que hiciera el ejército francés, mandado por el emperador Napoleón I en persona.

Para llegar al plateau de Mont-Saint-Jean hay que cruzar Waterloo, lugar que hoy, dos siglos después, ya no es una aldea diminuta. Se ha transformado en ciudad industrial de buenas dimensiones, tanto que atravesarla por su calle principal (la antigua carretera Bruselas-Charleroi) es un calvario. Sin embargo, no hay más remedio que hacerlo si se quieren visitar dos lugares imprescindibles: el Museo Wellington, que fue cuartel general del Duque las noches de los días 17 y 18, y la iglesia de Saint Joseph.

En sus orígenes, hace dos siglos y medio, fue una casa de postas llamada 'Jean de Nivelles'. No es muy grande aunque está muy bien aprovechada.
Se conserva una interesante colección de cuadros, dibujos y objetos recogidos en el campo de batalla. No es una maravilla de buen gusto, pero bien
es verdad que rara vez lo militar lo es. Justo a la entrada hay una tienda de recuerdos con una muy bien surtida oferta de publicaciones, tan
interesantes, si no más, como el propio museo.

Esta iglesona, fea y sin gracia, no tendría interés alguno de no tener cubierta buena parte de sus paredes interiores
 por estelas de mármol con los nombres de muchos caídos (británicos y holandeses; los prusianos y los franceses
 no puntuaban) en los tres días de la campaña.

Esta estela, situada justa a la entrada, resume el conjunto de las docenas que hay.


La línea británica cubría una distancia de cuatro km (de este a oeste), aunque en realidad casi eran seis, por una serie de puestos avanzados más allá de los límites. Seguía la línea de un risco hoy desaparecido, cuya altura oscilaba entre uno y dos metros, y a cuyo pie discurría un arroyuelo también desaparecido. El centro de la línea estaba unos pocos metros al oeste del cruce del risco con la carretera Bruselas-Charleroi, que por entonces, ni que decir tiene, no estaba pavimentada. Ahí se levantaba un olmo muy frondoso, que tampoco existe. A su sombra pasó Wellington una buena parte de la batalla, hasta que los artilleros franceses lo centraron. Del tal olmo se han recortado astillas y relicarios en cantidad suficiente para poblar un bosque de olmos, pero eso pasa siempre con las reliquias de madera. Siguiendo hacia el oeste por la estrecha carretera que hoy bordea la hipotética línea de batalla se dejan a la derecha unas cuantas casas; la última es un hotel que se llama 1815. Es muy confortable y no es desmesuradamente caro; además, dan de cenar bastante bien; el problema es que sólo tiene 15 habitaciones, las cuales no tienen número, sino el nombre de un general o un mariscal. Si lo reserváis con prudente antelación es ideal para pasar una noche, dejar allí los trastos y desde ahí recorrer los diversos campos de batalla, que son seis, ya que la de Waterloo sólo fue la mayor de una lista: Charleroi, Gilly, Les Quatre Bras, Ligny, Wavre y Mont-Saint-Jean, las seis celebradas allí, en Valonia, dentro de un cuadrado de unos 30 km de lado, entre los días 15 y 18 de junio de 1815.

Doscientos metros más allá del hotel 1815 hay un conjunto de construcciones, más una nueva de inmenso tamaño que hace tres meses (diciembre de 2012) aún era enorme foso de cimentación, y que se supone estará terminada y en servicio para los colosales fastos del año 2015. Allí encontraréis restaurantes, exposiciones, una enorme tienda de regalos, un curioso edificio circular con los muros interiores recubiertos de murales explicativos de la batalla y, justo al fondo, una montaña artificial de unos 60 metros de altura, en cuya cima se colocó un monumento al valor de los holandeses (en forma de león), fundido hacia 1829 por la primera de las grandes acerías belgas, la Cockerill (en aquellas fechas todavía no existía Bélgica; se segregaría de Holanda y Luxemburgo en 1830). Se sube a ella por una escalera estrecha y empinada de 226 escalones, ni uno más ni uno menos (no sé cómo, pero el pasado diciembre me los subí; las agujetas me duraron semanas, pero me los subí). Este monte fue un acto de pelotillerismo salvaje por parte del gobierno holandés, que así quería glorificar al heredero de la corona, un Prins Willem van Oranje que mandaba un cuerpo de ejército y que afortunadamente para todos resultó herido tan seriamente (tardó en recuperarse casi dos días) que se volvió a Bruselas, momento a partir del cual Wellington recuperó las esperanzas de vencer. Para construir el monte artificial se desmochó el risco sin el cual no se comprendería la batalla, y así sucede, que si no se la explican a uno es imposible aceptar que Wellington quisiese luchar allí. Es de todo punto necesario entriparse los 226 peldaños, al menos si hace buen día, pues desde la cima no sólo se aprecia el campo de batalla en toda su extensión, sino que se comprende sin problemas casi todo lo que sucedió un 18 de junio que para todos comenzó a las 11:35, que para los británicos terminó a las 21:00 y que para los prusianos y los franceses no acabó hasta las 03:45, justo al amanecer del día siguiente. Así, y aunque me maldigáis, no dejéis de subirlos. 

Le Butte du Lion: 226 escalones implacables os esperan

El León; la plataforma que lo rodea es ideal para fotografiar el campo de batalla, como podéis ver a continuación

La Haie Sainte. Como supongo habéis leído mi libro no os explico qué sucedió allí. Me conformo con deciros que sigue siendo una explotación agraria
tan eficiente como casi todas las belgas, aunque con un montón de metopas colgadas de los muros que la flanquean del lado de la carretera. Si queréis
saber algo más de esta granja echad un vistazo aquí: http://cultura.elpais.com/cultura/2012/12/23/actualidad/1356284830_486344.html

Algunos de los cenotafios y memoriales que bordean la carretera; son incontables

Hougoumont; como la Haie Sainte sigue siendo una explotación agraria, un tanto amenazada por una autopista que pasa justo por detrás, Si os fijáis todo es
maravillosamente verde, aunque me parece que no es el altísimo centeno (entre metro y medio y dos metros) del 18 de junio de 1815.

Edificio de los murales; los podéis ver en detalle pinchando aquí: http://juanaprida.blogspot.com.es/p/1815-waterloo-por-ildefonso-arenas.html


Marchando hacia el sur por la carretera de Charleroi, a una distancia de dos kilómetros y pico a contar del cruce con el camino de Braine l'Alleud, donde hace un par de siglos había un olmo histórico, se llega a una posada que aún existe. Se llama 'Belle Alliance' y dio pie al nombre que los prusianos prefirieron dar a la batalla (pese a sus esfuerzos no prosperó; su 'marketing' era mucho peor que el británico). De allí parte una carretera que conduce a un pueblo inmerecidamente olvidado, pues en él se celebró la segunda batalla de Waterloo. Ya sé que suena raro, pero lo cierto es que aquel 18 de junio hubo dos batallas 'de Waterloo'; en la de dos km al norte de la Belle Alliance, en el plateau de Mont-Saint-Jean, lucharon ingleses, holandeses, alemanes y franceses; en la de cuatro al este, en el pueblo de Plancenoit, pelearon prusianos y franceses. Todo esto, que sin duda sonará 'sorprendente' a los que sólo sepan de Waterloo lo que nos contaban en las desdichadas clases de historia del Ramiro (no creo que los profesores fueran unos embusteros; simplemente, les obligaban a explicarnos lo que al 'régimen' le parecía que debía contarse, que simplificando era 'la España Católica e Imperial en su calidad de ombligo del Mundo Mundial'), se aprecia moderadamente bien en el esquema siguiente (la fotografía, que por desgracia es mía, es muy mala, lo acepto):

Son seis o siete esquemas; están colgados de las paredes del Museo de Wellington; cada uno refleja un momento horario de la batalla; este corresponde
a cómo estaban las cosas a las 19:00. Con paciencia y una lupa podréis apreciar todos los nombres, en espacial Mont-Saint-Jean, Belle-Alliance y Plancenoit.


Placenoit es un pueblecito sin historia (donde se come muy bien, eso sí), salvo la de una lejana batalla que lo dejó reducido a cenizas, una iglesia que se las apañó para sobrevivir a miles de cañonazos, un cementerio donde los grognards de la Vieille Garde pasaron a cuchillo un batallón de infelices reclutas landwehr (dando lugar a una factura que aquella misma noche los ulanos prusianos les giraron en la proporción de diez a uno) y un memorial del ejército prusiano que sorprendentemente ha sobrevivido a dos guerras mundiales, que diseñó el mismísimo Johann Schinkel (de ahí la eisernekreuz que lo corona) y que viene a ser una réplica a escala reducida del que se levanta en lo alto de la colina Kreuzberg, en el centro de Berlín.

Iglesia parroquial de Plancenoit; el cementerio la rodea, formando una U.

Memorial del Niederrheinarmee, Plancenoit


Desde Belle-Alliance, y siguiendo en dirección a Charleroi, se pasa frente a un caserío llamado Rosomme. Ahí fue donde se reunieron, sobre las 21:00, los dos comandantes supremos, Wellinton y Blücher, acompañados de sus respectivos jefes de estado mayor (Álava -interino- y Gneisenau) y del resto de sus 'staffs'. En ese momento, y por decisión de Wellington, la batalla concluyó para los extenuados ingleses, aunque no para los agotados prusianos. El ejército francés se retiraba en relativo buen orden hacia Charleroi; había perdido entre muertos y heridos graves unos 15.000 de sus 70.000 infantes y jinetes, así como cerca de 10.000 caballos 'de batalla' (de los que arrastraban piezas de artillería y carros de suministros no le faltaba ninguno), pero conservaba intactas sus 240 piezas de artillería y sus 400 carros de intendencia. Napoleón había perdido la batalla, pero no la guerra, pues Mont-Saint-Jean de ningún modo había sido la victoria decisiva para Wellington que de siempre nos han hecho creer.

Seis km al sur de Rosomme, siguiendo por la carretera de Charleroi, se llega a Genappe, un poblachón bastante feo que no tiene nada de particular. La carretera lo bordea por un 'by-pass', pero si se sigue el camino viejo, atravesándolo a través de callejuelas estrechas y pendientes muy acusadas, se acaba llegando a un puente que cruza un río -el Dijle- de unos cuatro metros de anchura pero más de seis de profundidad cuando viene crecido, y en la noche del 18 al 19 de junio de 1815 venía muy crecido. El puente, situado entre casas, no es hoy mucho más ancho que hace dos siglos. Frente a él se apelotonaban los regimientos franceses, sabedores de que al otro lado se hallarían en franquía, pues no sería humano que se les persiguiera más allá, pero los ulanos del General von Gneisenau tenían poco de humanos. Les acorralaron a toques de trompeta, redobles de tambor, cañonazos a la buena de Dios y salvas de mosquetes apuntadas a la oscuridad, de modo que, conscientes de cómo las gastaban los jinetes que marchaban en cabeza, los tristemente célebres ulanos negros del Freikorps Lützow, acabaron por tirarse al río, aceptando el riesgo de ahogarse contra la certeza de acabar degollados. Ahí fue donde casi concluyó para Francia la batalla de Waterloo, la que había terminado para Wellington tres horas antes. Sus bajas entre infantes y jinetes pasaron de 15.000 a 35.000 entre muertos, heridos, fusilados, apresados y desertores, sus 240 cañones se convirtieron en 17, y sólo dos tercios de sus 400 carros de suministros, que habían cruzado Genappe los primeros -nunca llegaron a estar cerca de la línea de fuego- avanzaban hacia Charleroi, aunque a la muy escasa velocidad que daban sus percherones.

Estas dos son fotos del Dijle a su paso por Genappe, una del pasado diciembre y la otra de hace dos veranos. Imaginad lo que pudo ser cruzarlo en plena oscuridad (salvo la luz de los incendios) para 55.000 hombres aterrados a través de un puente de unos cuatro metros de ancho. 


Diciembre de 2012

Julio de 2009


Siguiendo desde Genappe a Charleroi, a unos seis kilómetros se cruza la carretera de Nivelles-Sombreffe. Los lugareños llaman a este lugar 'Les Quatre Bras', y salvo una cierta cantidad de memoriales y monumentos (ninguno excesivamente grande) nadie podría imaginar que allí, el 16 de junio de 1815, tuvo lugar una batalla de diez mil muertos, entre los ejércitos del mariscal Wellington y el mariscal Ney. Estas tres fotos corresponden a tres de esos cenotafios; disculpad su mala calidad, pero es que las tomé a pulso, en noche cerrada, y además hacía un frío del... bueno, de tiritar.

No recuerdo a quién corresponden los otros dos; este está dedicado al Duque de Brunswick





Tres km más allá de Les Quatre Bras, siempre hacia Charleroi, se cruza una aldea llamada Frasnes. Allí, frente a una posada ya desaparecida y que se llamaba 'Zum Kaiser Inn', los ulanos del General von Gneisenau echaron pie a tierra, tan exhaustos como sus monturas. Estaban que se caían, pero la mar de satisfechos, porque en las tres horas transcurridas desde que dejaron Genappe habían capturado unos 400 carros de suministros con la práctica totalidad de la intendencia y los pertrechos franceses, empezando por los siempre interesantes vehículos de la pagaduría; en esas tres horas fue donde acabó de concluir para Napoleón no sólo la batalla de Waterloo, sino también la guerra, irremisiblemente perdida. Eran las 03:30 y ya clareaba. Encendieron una gran hoguera y, arrodillados, entonaron dirigidos por Gneisenau el himno luterano que los ejércitos prusianos reservaban desde 1675 para después de las matanzas, el 'Herr Gott, dich loben wir'. Me habría gustado detenerme allí y hacer algunas fotos, pero dos siglos son demasiados para una pequeña casa de postas desaparecida en a saber cuál guerra mundial.

La propia Charleroi no tiene nada que ver con la de hace dos siglos, la de poco más de cinco mil almas que cada dos por tres era invadida, en una dirección u otra. Hoy es una trepidante ciudad industrial de varios cientos de miles de habitantes que se ha tragado, literalmente, los diez o doce pequeños pueblos que la rodeaban. No llegué a encontrar en ella nada que hiciera recordar el comienzo de una carrera implacable que terminaría en París poco más de dos semanas después. Ni siquiera el Sambre, el río que bajaba crecidísimo en 1815, se parecía demasiado al del verano de 2009. Canalizado, dragado y perezoso, casi una autopista fluvial, de ningún modo facilitaba imaginar, atravesadas en sus aguas, docenas de bamboleantes pasarelas sobre canoas, tendidas para que lo cruzaran cientos de piezas de doce libras, tonelada y media cada una, arrastradas por un tiro de cuatro percherones normandos que pesarían bastante más de media cada uno.

Para volver a encontrar rastros de aquella carrera desenfrenada hay que llegar a Beaumont, aún en suelo belga pero no muy lejos de la frontera francesa (muy difícil de percibir, como gracias a los dioses hoy en día son casi todas las fronteras entre socios de la UE, pero esa es otra historia). En Beaumont aún existe, y en muy buena forma, disfrazado de instituto de enseñanza secundaria, el palacio de los condes Caraman-Chimay, el lugar donde el ejército francés situó el estado mayor de su Armée du Nord entre los días 12 y 14 de junio de 1815, y desde donde se lanzaron las órdenes de invadir el Reino Unido de los Paises Bajos y dar así comienzo a la guerra entre Francia y la Séptima Coalición. 


Cuesta imaginar que hace dos siglos fue un cuartel general imperial, ¿verdad?


Unos cuantos kilómetros al oeste, siguiendo el curso del Sambre, se levanta un pueblo anodino aunque con aspecto de que ahí se vive muy bien. El río ya es navegable, aunque para barcazas no muy grandes. A eso se debe que haya esclusas y tramos canalizados. En una de sus márgenes se conservan los restos de una viejísima fortaleza, de rasgos casi borrados (hoy es un parque urbano). Hace dos siglos, sin embargo, era todavía el colosal bastión de Maubeuge, y allá se dirigió el IV Armeekorps del General von Bülow nada más atravesar el Sambre por Charleroi. Era la primera etapa de la carrera por París.


La fortaleza de Maubeuge, o lo que aún queda de ella

El Sambre; poco o nada que ver con el de 1815


El I Armeekorps, el del General von Zieten, marchaba en dirección sur hacia la fortaleza de Avesnes, el principal centro de abastecimiento del ejército francés (mientras, el del Duque de Wellington permanecía en sus posiciones de Mont-Saint-Jean, recuperándose; no cabe duda de que los hambrientos prusianos se recuperaban más deprisa). El comandante supremo, Mariscal Blücher, necesitaba descansar en blando siquiera una noche (había quedado muy maltrecho tras caerle su caballo encima el día 16, en Ligny), de modo que él y su estado mayor decidieron, por recomendación de su buen amigo el General Álava, pasarla en el cercano château de Chimay, donde vivía una gran dama nacida española (en Carabanchel de Arriba, por más señas) y que a la sazón se llamaba Thérèse de Riquet, princesa de Chimay.


Perspectiva del château de Chimay según llegas desde Beaumont; impone, la verdad

Nada más entrar te das con esto, supongo que en honor de la más notoria, interesante y
divertida de las veintitantas princesas de Chimay que han existido. Creo que es una copia
pintada por el mismo François Gérard, aunque no estoy seguro. El original está en el museo
Carnavalet (http://manminman.blogspot.com.es/p/madame-recamier-y-madame-tallien.html)

La actual Princesa de Chimay, posando amablemente con un servidor. No tengo mucha experiencia en el trato con princesas, pero puedo asegurar
que esta es absolutamente encantadora; si es algo que da el oficio sería bueno que hubiera más princesas.

La sala de música. Aquí solía cantar la princesa, sola o haciendo dúos con la gran María Malibrán

Comedor principal; no me costó esfuerzo alguno imaginar a la princesa sentada frente a frente con el mariscal Blücher, flanqueados por los
generales Gneisenau y Thielmann y los coroneles Nostitz y Clausewitz; no ya eso: es que me parecía estar viéndolos

Otra perspectiva del comedor principal

A la alta sociedad de hace dos siglos le gustaba representar obras de teatro para íntimos; sólo actuaban ellos, nunca profesionales, de modo que ellos se lo guisaban
y ellos se lo comían; a la princesa de Chimay le gustaba tanto que se construyó un teatrillo en el jardín; desgraciadamente se quemó hace siglo y medio; este,
que está integrado en el propio château, es de tipo profesional, pero sirve para darse una idea de cómo fue el de la princesa de Chimay

El château según marchas hacia el pueblo, diciéndole adiós con alguna pena.

Plaza mayor e iglesia; por cierto: en Chimay se fabrica la mejor cerveza de Bélgica, por no decir del mundo entero.

Tumba de Teresa Cabarus, Princesa de Chimay, nacida y criada en Carabanchel


Unos 30 km al sur de Maubeuge, en la ribera del Helpe, hay un pueblo muy agradable aunque de aspecto poco próspero. Se llama Avesnes-sur-Helpe; a poca distancia de su centro urbano, que los días de mercadillo es la mar de animado, hay un parque muy extenso que una vez, hace dos siglos, fue colosal fortaleza militar. Se llamaba Avesnes, en ella Napoleón anunció a sus generales sus planes para la campaña contra la Séptima Coalición del verano de 1815, en ella se almacenaban ingentes cantidades de armamento, repuestos, pertrechos, municiones y víveres, así como una guarnición de más de dos mil hombres, y en ella había puesto sus helados ojos azules el General von Gneisenau. Era necesario hacerse con ella, pues de sus ubres dependía el suministro del ejército prusiano en su cabalgada sobre París. El destinado a tomarla, General von Zieten, comandante del I Armeekorps, le puso sitio nada más llegar a la espantada Avesnes y al aterrado Avesnessur-Helpe, sabedor este último de que la proximidad de la gran fortaleza no era nada saludable. Justo a la medianoche del día 21 de junio una granada de fortuna impactó en la santabárbara de la fortaleza, lanzándola por los aires junto a más de la mitad de la guarnición y a una buena porción del infortunado Avesnes-sur-Helpe. Aún así quedaban en los incontables pañoles de la fortaleza suministros suficientes para permitir al Niederrheinarmee ganar París sin mayores complicaciones, lo cual llenó de júbilo a Blücher y a su estado mayor. El camino de París estaba despejado.

Hoy no queda gran cosa de la fortaleza de Avesnes, además de su inmenso tamaño, gracias al cual desempeña estupendamente la mejor de sus funciones en el devenir de la historia: ser un excelente parque público.


Avesnes-sur-Helpe: Iglesia y plaza del mercado

Los restos de la inmensa fortaleza de Avesnes





Le Cateau-Cambrésis es un pueblo moderadamente grande (7.500 habitantes) con bastante historia en sus archivos. Allí estableció Wellington su cuartel general durante dos noches en su cautelosa marcha sobre París (no quería disputar a Blücher el honor de llegar el primero, aunque sin retrasarse demasiado), de lo cual no queda el menor rastro. La ciudad guarda un recuerdo muy especial de dos de sus grandes hijos. Uno es el mariscal Mortier, el que Napoleón habría preferido para mandar la Guardia, pero al que una oportuna ciática le ahorró el fastidio de arriesgarse a perderlo todo, y tenía mucho, por uno al que a pesar de adorar bien sabía que ya no tenía futuro. El otro es Henri Matisse, al cual, y con el ánimo de preservar su memoria, se ha dedicado un museo-archivo sumamente interesante, en sí mismo y por el viejo Palais Fenelon donde se acoge, un edificio que tras ser sometido a una despiadada restauración sólo recuerda vagamente al que una vez dio cobijo a un Duque al que nunca le faltaba tiempo para dar un vistazo a las obras de arte 'en oferta'. Si Le Cateau-Cambrésis apenas merece la pena por su significado en la carrera por París, sí que la merece por la obra de Matisse, empezando por que lo ahí expuesto demuestra que, contra la característica más extendida entre los grandes genios del impresionismo, él sí sabía dibujar.  


El Maréchal Mortier, en el mismo centro del no pequeño Le Cateau-Cambrésis

Palais Fenelon, sede de la Fundación Matisse






Wellington conocía Cambrai de algunas cacerías en el otoño de 1814. La ciudad no sólo le gustaba, sino que ya rumiaba establecer ahí su cuartel general cuando fuera designado comandante en jefe del ejército de vigilancia, porque si algo tenía claro era que habría un ejército de vigilancia, de al menos 150.000 hombres, que garantizara el pago de unas indemnizaciones de guerra que su gobierno exigía fueran enormes (y los prusianos aún más). Estaba convencido de que nadie le podría discutir su derecho a ser el que mandase la fuerza (era una de las razones por las que ninguneaba de un modo sistemático a Blücher, y sobre todo a su jefe de estado mayor, Gneisenau). De ningún modo pensaba residir en París, ciudad que no le sentaba muy bien, y no por el clima sino por los atentados (disfrutó un par en sus tiempos de embajador inglés, desde septiembre de 1814 a finales de enero de 1815), pero Cambrai, a poco más de una cabalgada de París, le permitiría vivir como una mezcla de embajador y virrey, haciendo lo que le diera la gana sin dar explicaciones, la clase de papel que más le gustaba interpretar. A eso se debió que desviase hacia el norte su IV División, para que la tomase causando los menos daños posibles. 

Cambrai; su plaza mayor es impresionante



El actual Palacio de Justicia no puede ocultar su pasado militar, el de haber albergado la residencia personal y el estado mayor del
Ejército de Vigilancia de la Séptima Coalición entre 1816 y 1820, así como una fuerte guarnición (la escolta de Wellington, en realidad) 


Otra vista del actual Palacio de Justicia

Nadie me lo supo confirmar, pero apostaría una botella de algo bueno a que este ala del Palacio de Justicia
fue la interesante residencia personal del Duque de Wellington entre 1816 y 1820


Saint-Quentin es la capital de la Alta Picardía, además de un enclave de importancia estratégica en la ruta que conduce de Bruselas a París. Aún así no era necesario tomarla, pensaba el encargado de pensar en el ejército de Blücher, el General von Gneisenau. Bastaría con sitiarla y seguir adelante. Una medida que agradeció la población, muy castigada durante la campaña de invierno de 1814 (luego sufriría bastante más durante las de 1870, 1914-1918 y 1940-1945, pero ésas son otras historias). Su exquisita basílica, en particular, resultó tan destrozada por los bombardeos de la Primera Guerra Mundial que no acabó de reconstruirse hasta bien entrados los 50's. Es una ciudad interesante, no muy grande (unos 25.000 habitantes, apenas un tercio de Majadahonda) y que bien merece un alto en el camino. El año 2009 presentaba este aspecto:  


Basílica de Saint-Quentin

Otra perspectiva de la Basílica; como se puede ver, la reconstrucción no ha terminado del todo.

La inmensa plaza del mercado; es una constante, la del descomunal tamaño, en el conjunto de la ruta Bruselas - París


Laon es una ciudad no muy grande (unas 25.000 almas) aunque con un punto de interés: está situada a dos alturas. La ciudad alta o ciudadela se eleva sobre una colina de unos 100 m. de altura (a ojo; igual es algo más). Es la interesante, porque la baja es como cualquier otra ciudad francesa tirando a pequeña. La alta, donde la implantación religiosa tuvo que ser grande (cuenta con una catedral, llamada de Notre Dame, y con una iglesia grandísima, la de Saint Martin), ha sufrido incontables cataclismos a lo largo de los dos últimos siglos, y por mucho esfuerzo que se haya puesto en reconstruirla lo cierto es que da bastante pena. En la revolución de 1789 sufrió diversos daños, aunque nada en comparación a los de la Batalla de Laon (9 de marzo de 1814), donde Gneisenau batió amplia y claramente a un Napoleón que ya no levantaría cabeza (abdicaría pocas semanas después), al precio de reducir a escombros la ciudadela, en el mejor estilo prusiano. En la carrera por París de junio de 1815 los franceses la rindieron sin lucha, conscientes de que se les venía encima el mismo Gneisenau de la última vez que pasaron los prusianos por allí. En 1870 la guarnición voló los polvorines de la ciudadela antes de entregarla a los prusianos. En 1914 los alemanes la capturaron a sangre y fuego, y no la soltaron, tras feroz resistencia, hasta 1918. Curiosamente, durante los años 1940 a 1945 no sufrió muchos más daños, dentro de lo poco que aún podía dañarse más. Tanto castigo, y tantas cicatrices, se deben a su posición estratégica, verdaderamente crucial en unos tiempos donde la guerra sólo era terrestre. En las guerras de la Convención (desde 1793) ya se empleaban globos aerostáticos, aunque sólo para observación, y en la Gran Guerra ya caían bombas desde arriba, aunque pequeñas y con muy mala puntería. Sólo a partir de las fuerzas aéreas modernas Laon dejó de ser sexy para los ejércitos invasores, aunque quizá demasiado tarde. Juzgad por vosotros mismos:


Catedral de Notre Dame; disculpad el efecto 'gran angular', pero es que en Laon es imposible alejarse (te caes)

Notre Dame

Restos de la muralla

En algunos puntos las casas se funden con la muralla

Costado de Notre Dame

Iglesia de San Martín; no llegué a saber si la hicieron así, como las catedrales de Soisson o Strasbourg, o si alguna guerra la dejó así.

Panorama de los bastiones, con Notre Dame al fondo

Es lo que mejor aspecto presenta; sin duda se trabaja en la reconstrucción, pero es claro que el dinero no abunda.


Si los prusianos marchaban sobre París por la ruta de Laon (con los flemáticos británicos a dos días en su estela de devastación), los franceses lo hacían por la de Soissons, una ciudad igual de grande que Laon, aunque sin fortificar y de una sola altura. La historia no la había tratado mal, aunque sí los obispos. Sucedió que durante la revolución de 1789 el Directorio explicó al titular del obispado que para un pueblo de 3.000 habitantes (Soissons no tendría más por entonces), una catedral enorme (Saint-Gervais) y una abadía todavía más grande (Saint-Jean-des-Vignes) era demasiado, de modo que fuera pensando en desconsagrar una de las dos y cederla al populacho para lo que mejor conviniera. Tras pensárselo eligió la abadía, se ignora por qué, pues era una obra maestra del gótico flamígero mientras la catedral, del tipo monotórrido, era tirando a engendrosa. Liquidada la revolución, el Emperador de la República Francesa (título exacto de Boney) devolvió al obispo la no demasiado averiada abadía, pero éste, que tenía sus ideas, no la quiso reconsagrar. Prefirió venderla a unos canteros por 3.000 francos de la época (imaginad que alguien recalifica la Casa de Campo de Madrid por €50; pues más o menos lo mismo); los canteros se pusieron manos a la obra, con ánimo de demolerla entera, pero si bien no tuvieron problemas con las naves y con el coro no tardaron en decirse que tirar los campanarios era cosa delicada (las grúas gigantes no se habían inventado). Tampoco se preocuparon mucho, porque habían sacado piedra suficiente para construir en Soissons un montón de casas lujosísimas (la señora que me lo contó, por cierto encantadora, no dudaba que la más grande debió de ser para el obispo), de modo que cercaron los altísimos campanarios con una cerca de advertencia, porque de vez en cuando se desprendían piedras, y los dejaron tal y como podéis ir a verlos, lo cual os recomiendo con firmeza.



Saint-Gervais; excelente ejemplo del gótico mazacótico

La fantasmagórica Saint-Jean-des-Vignes. Os aseguro que al natural es estremecedora.
Se está reconstruyendo, por cuenta de una fundación de la que no sé nada. Tienen muy poquito
dinero, de modo que, a ojo, calculo que finales de siglo quizá esté para ser reconsagrada.


Vista desde el interior. Si desde fuera impresiona, desde aquí deprime. Aún así, no os la perdáis.


Compiègne era la última gran plaza que se atravesaba entre París y los prusianos, aunque no resistió ni media mañana. Gneisenau, tras examinar el enorme château imperial, decidió hacer noche allí. Se dedicó un buen rato a pasear por las inmensas estancias, que Napoleón había hecho decorar al presumible gusto de su todavía no estrenada segunda emperatriz, Maria-Ludovika von Habsburg-Lothringen. Se maravilló en particular al visitar el dormitorio imperial, donde se suponía que Maria-Ludovika pasó a llamarse Marie-Louise, de pleno derecho. El que salvo las ventanas todas las superficies verticales fueran espejos le parecía sorprendente. Como no tuvo recato en explicar a su acompañante, ¿a qué podría deberse que siendo Bonaparte una especie de sapo quisiera verse los pelos del culo desde cualquier ángulo y posición?

No dejéis de visitar Compiègne, su encantador puerto sobre el Oise, su preciosa iglesia de Saint-Jacques, su plaza del ayuntamiento y, sobre todo, su formidable Palacio Imperial, donde a pesar de las muchas reconstrucciones y redecoraciones que ha padecido durante los dos últimos siglos, aún se conserva suficiente del Emperador de la República Francesa.


El Oise a su paso por Compiègne

La preciosa iglesia de Saint Jacques
Palacio Imperial



Ayuntamiento

Este sencillo monumento está en el cercano bosque de Compiègne, en la explanada donde en un pullman ferroviaro se firmó el armisticio de 1919,
En el mismo pullman Hitler hizo firmar a los franceses el acta de capitulación, en junio de 1940. Luego se lo llevó a Berlín, donde a su debido
tiempo la RAF, o la USAAF, lo hicieron pedazos. De Gaulle tuvo el supremo buen gusto de no buscarse otro pullman (a la SNCF no le sobraban) y conformarse con esto.


El primitivo plan de Gneisenau era caer sobre París por el camino más corto, la colina de Montmartre, pero la intelligentzia prusiana, que aún siendo más rústica que la británica también era eficaz, le hizo ver que aquello estaba demasiado bien defendido. Mejor sería rodear por el norte y caer sobre las defensas del oeste y del sur, mucho más débiles. De paso sería bueno despachar unos cuantos escuadrones y tomar por sorpresa el château de La Malmaison, donde se creía que aún seguía Bonaparte, al cual Blücher deseaba destripar en vivo y con sus propias manos. 

Château de La Malmaison

Cámara Imperial (donde dormía Napoleón) en La Malmaison


Blücher quería que los franceses se le rindieran en el Château de Saint-Cloud, el mismo donde Bonaparte se coronó a sí mismo Emperador en 1804, once años antes. Era lo único a que prestaba atención. El resto, como ganar la guerra y otras menudencias por el estilo, eran cosas que delegaba en Gneisenau. Éste, pese a ser consciente de que todos eran conscientes de que el Niederrheinarmee lo mandaba él, ponía especial cuidado en atender los por otra parte humildes caprichos de su jefe, de modo que se lo montó de forma que Saint-Cloud fuese suyo el 4 de julio de 1815, justo a tiempo para recibir a una delegación de plenipotenciarios franceses que pensaban, optimistas, que bastaría ir con los pantalones bajados. Si hubieran conocido el pensamiento de Gneisenau se habrían dado cuenta de que lo más adecuado era ir directamente sin pantalones.

Maqueta del Château de Saint-Cloud según estaba hacia 1815.

Así quedó el precioso Château de Saint-Cloud tras unas horas de bombardeo a manos de la eficaz artillería del Mariscal von Molke, en octubre de 1870.
Las ruinas languidecieron unos cuantos años, hasta que alguien muy sensato decidió que mejor sería terminar de arrasar la escombrera y regalar a
París el hermoso parque público que hoy en día es Saint-Cloud


Supongo que todos conocéis bien París, así que de ningún modo pretendo explicaros qué se puede hacer allí; además, hay docenas de guías que os dirían muchas más cosas de las que os podría decir yo, de modo que no toméis lo que sigue como un recorrido turístico. Sólo pretendo poneros sobre la pista del difuso rastro que aún queda en París de los acontecimientos del verano y el otoño de 1815, con la ciudad invadida por el I Armeekorps, los teatros y los buenos restaurantes a rebosar, la mayoría de los que eran alguien ocupando cada hôtel particular disponible, si no atestando los pocas buenas residencias de pago que tenía la ciudad, y con una pléyade de políticos, negociadores, expertos y consejeros volviendo a diseñar la Europa que deseaban disfrutar después de que a finales de 1789 sonara el primer cañonazo de una guerra que, bajo diferentes nombres pero siempre la misma esencia, había enfrentado a la Francia Revolucionara con la Europa Conservadora de un modo ininterrumpido. Así, os invito a que persigáis conmigo el perfume de un hechizo que no se ha desvanecido del todo (o eso espero, al menos).

Place de la Concorde; hasta aquí llegaron desfilando las brigadas del I Armeekorps, para luego dispersarse por París. Uno de sus regimientos (el 19, me parece)
se ocupó de tomar lo que por entonces de llamaba Palais Boubon (el precioso edificio del fondo), sede de la cámara de los diputados (hoy es la Asamblea Nacional). El
I Armeekorps disfrutó tanto desfilando por los Champs Élysées (alguno de sus regimientos lo hizo al por entonces pasado de moda 'paso de la oca') que sus sucesores,
siempre que han podido, se han esforzado lo indecible en repetirlo. Hoy lo hacen bajo banderas de la NATO, aunque no os dejéis engañar: por mucho que se nos diga
lo contrario, los prusianos no sólo siguen ahí, sino que siguen siendo los de siempre; si no os lo creeis, mirad a Frau Merkel y preguntaos si no es pastada a Gneisenau.
A la izquierda, la Rue de la Chaussé d'Antin (la otra es la Rue Halévy). En ella no pude encontrar el espectro de la embajada española, pero no debía ser diferente de
cantidad de casas de la época que aún existen, bien puestas al día. Sus patios de carruajes y caballos ahora son terrazas que dan a boutiques, bares y restaurantes, y
todas ellas cuentan ya con ascensores y calefacción central, pero las piedras siguen siendo las mismas de 1815.
Parte sur del Palais Royal, en obras. La foto es del otoño de 2011. París, poco a poco, se va preparando para conmemorar los interesantes años 1814 y 1815.
El mucho más grande lado norte. Cuesta un poquito ver que la planta baja del edificio (la plaza llamada Palais Royal es un rectángulo perfecto) está formada por una sucesión
inacabable de soportales; en 1815 era complicado dar un paso, y en especial de noche, sin topar con toda clase de ricachos que buscaban una buena cena en alguno de los
carísimos restaurantes del lugar, o de pasarse unas horas jugando en alguno de sus casinos, o disfrutarlos en uno de sus cautivadores burdeles, aunque también te podías
dar con un enjambre de mendigos, rateros, ladrones, prosituta/os y demás gente de mal vivir, de modo que cuando la gente bien de verdad se dejaba ver por allí lo hacía
en compañía de un pelotón de infantería. El Palais Royal era por entonces una propiedad privada del Duque de Órleans, y la policía no podía poner los pies ahí. 
Sumando tres de los cuatro lados, salen unos 600 metros como estos. Detrás de cada columna, un a saber qué.
El Carnavalet, en el Marais. Su nombre formal es 'Museo de la Historia de París', y de veras que la cuenta muy bien. Hay unas cuantas salas dedicadas a los acontecimientos
registrados entre julio de 1789 y diciembre de 1815 que reflejan estupendamente cómo era la vida en París en aquellos truculentos años; es lo último que os deberíais perder.

Hôtel Talleyrand, Rue San Florentin con Rue de Rivoli. Aquí estaba la marmita en la que se cocía nuestro futuro, el de todos los europeos (el nuestro también).

Panorama desde el Louvre. La pirámide no existía, y tras l'Arc du Carrousel se alzaba el horrendo Palais de Les Tuilleries, pero sigue sigue siendo una vista muy hermosa.

El Louvre también ofrece una buena descripción de la París de 1815. Si no queréis pasar horas haciendo cola (y oliendo a tigre), sacad las entradas por Internet.

Hermaphrodite Endormi. A Wellington le descomponía esta divina obra de arte. Madame Récamier, cuando le daba por ir al Louvre, ni se acercaba.
Al General Álava siempre le hacía sonreír.

Donde ahora está la cuádriga se asentaban los caballos de San Marcos. Las cicatrices de su descuelgue a manos de los zapadores británicos siguen siendo visibles. 

Les Invalides. Por muchas veces que lo visite, jamás deja de impresionarme. Tras él está el museo del ejército francés (no vale nada).
Tumba de Napoleón. Está ahí desde 1842. En el suelo figuran inscritos los nombres de sus más ilustres victorias. La última es Ligny.

La Conciergerie simboliza no ya la cárcel, sino la antesala del patíbulo por excelencia. Hoy, recién restaurada (foto de enero de 2013, tras la gran nevada), es hasta bonita. 
Tumba de Ney, en el Pére La Chaise (hoy se dice Pére Lachaise). Dentro de los diversos cementerios de París, el Pére La Chaise no sólo es el más interesante desde el punto de vista
artístico (el arte funerario será tétrico, pero en modo alguno desdeñable), sino el más evocativo de 1815. No es tan grande como las guías turísticas hacen pensar, de modo que basta una
hora (y un buen plano; mejor llevarlo puesto) para no perderse nada de interés. Está curiosamente organizado, de modo que hay un 'corner' de literatos, otro de músicos, y así hasta
cubrir casi todas las profesiones interesantes. Como es natural, también hay uno de mariscales. La tumba de Ney no causa el efecto que Aglaé Ney sin duda buscaba (no a mí, al menos),
pero no deja de causar un cierto desasosiego.


Cenotafio de Suchet. Quizá es, a la par, el más competente y el más olvidado de los mariscales de Bonaparte.


Murat. Tuvo una muerte idiota, pero la sepultura es de un divino buen gusto, al menos en comparación con la vecindad.


Masséna y Reille. Siendo suegro y yerno es razonable que compartieran sepultura. 
Después de tanto muerto, y dado que no hay muchas más cicatrices de 1815 a la vista, es razonable hacer lo que algunos prusianos e ir a entonar el 'Herr Gott, dich
 loben wir' a Notre Dame, si no por devoción sí porque, recién descostrada (dentro de dos o tres años volverá a estar negra), luce tan maravillosa como cuando
la terminaron, hace ya nueve siglos.


Si los soldados del I Armeekorps se hubieran dado con esto al pasear por las riberas del Sena cuando llegaron en julio de 1815, es posible que hubieran renunciado a
regresar, o si no, al menos, se habrían llevado con ellos la interesante costumbre. Qué diferencia entre la bestialidad de aquellos tiempos y esta playa de mentira en uno
de los bonitos quays, donde no tardas en asombrarte ante la cantidad de parisinas en tetas que toman el sol, del todo indiferentes a la sorprendida mirada de los
turistas (y las implacables lentes de sus cámaras), sobre todo si quienes les miran son sufridas musulmanas escondidas bajos sus abayas, en el improbable caso de que
sus dueños y señores, de veras mosqueados aunque por demás interesados en el fenómeno, y que nunca las dejan sueltas, les permitan echar una mirada.

Definitivamente, prefiero el mundo de las tetas al aire que el de quienes azotan y lapidan a sus dueñas si las enseñan.
También prefiero este que vivimos, por gorda que sea La Crisis, al de 1815.
Aunque no por eso Álava, Wellington, Gneisenau y Talleyrand dejaron jamás de ser unos seres humanos de primera categoría.
Sólo por eso ya merece la pena dedicar quince días a seguir sus nunca borradas huellas.




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